Cuando X., joven filósofo francés, llegó al Monte Athos, había leído ya un cierto número de libros sobre la espiritualidad ortodoxa, particularmente la pequeña filocalia de la oración del corazón en los relatos del peregrino ruso. Estaba seducido sin estar verdaderamente convencido. Una liturgia vivida en su ciudad le había inspirado el deseo de pasar algunos días en el Monte Athos, con ocasión de sus vacaciones en Grecia, para saber un poco más sobre el método de la oración de los hesicastas, esos silenciosos a la bosqueda de "hesychia", es decir, la paz interior.
Contar con detalle cómo llegó el padre Serafín, que vivía en un eremitorio próximo a San Panta león, sería demasiado largo. Digamos únicamente que el joven filósofo estaba un poco cansado. No encontraba a los monjes a la altura de sus libros. Digamos también que, si bien había leído varios libros sobre la meditación y la oración, no había rezado verdaderamente ni practicado una forma particular de meditación y lo que pedía en el fondo no era un discurso más sobre oración o la meditación sino una "iniciación" que le permitiera vivirlas y conocerlas desde dentro por experiencia y no sólo de "oídas".
El padre Serafín tenía una reputación ambigua entre los monjes de su entorno. Algunos le acusaban de levitar, otros de que aullaba, algunos le consideraban como un campesino ignorante, otros como un venerable staretz inspirado por el Espíritu Santo y capaz de dar profundos consejos así como de leer en los corazones.
Cuando se llegaba a la puerta de su eremitorio, el padre Serafín tenía la costumbre de observar al recién llegado de la manera más impertinente: de la cabeza a los pies, durante cinco largos minutos, sin dirigirle ni una palabra. Aquellos a quien ese examen no hacía huir, podían escuchar el áspero diagnóstico del monje:
En usted no ha descendido más abajo del mentón
De usted, no hablemos. Ni siquiera ha entrado
Usted... no es posible, qué maravilla. Ha bajado hasta sus rodillas.
Hablaba el Espíritu Santo y de su descenso más o menos profundo en el hombre. Algunas veces a la cabeza pero no siempre al corazón ni a las entrañas... Así es como juzgaba la santidad de alguien, según su grado de encarnación del Espíritu. El hombre perfecto, el hombre transfigurado era para él el habitado todo entero por la presencia del Espíritu Santo de la cabeza a los pies. "Esto no lo he visto sino una vez en el staretz Silvano, decía, era verdaderamente un hombre de Dios, lleno de humildad y de majestad".
El jóven filósofo no estaba aún ahí. El Espíritu Santo sólo había encontrado paso en él "hasta el mentón". Cuando pidió al padre Serafín que le hablase de la oración del corazón y de la oración pura según Evagrio Póntico, el padre Serafín comenzó a aullar. Esto no desanimó al joven, que insistió. Entonces el padre Serafín le dijo: "Antes de hablar de la oración del corazón, aprende primero a meditar como la montaña..." Y le mostró una enorme roca: "Pregúntale cómo hace para rezar. Después vuelve a verme.